sábado, 22 de octubre de 2016

"EL DADOR" "EL VIDENTE" BUSCADORES EMILIO CARRILLO


EL DADOR
El dar libera al ego de muchas clases de miedo: del temor al aislamiento, al que forzosamente conduce el egoísmo total; del pánico a la pérdida, que nace porque no podemos tenerlo todo para siempre; del espanto ante los enemigos, los que pretenden quitarle cosas. Pero hay aún algo más hondo, pues la acción de dar relaciona a dos personas, una que da y otra que recibe. Esta relación hace que surja un nuevo sentido de pertenencia: la pertenencia activa de alguien que ha aprendido a crear felicidad. Y es que el dar es creativo. La persona se desprende libremente de algo, pero no tiene sensación de pérdida. En vez de ello, el ego siente  placer; un placer distinto, más agudo y cálido, que el placer de tomar derivado del impulso del triunfador. Se trata, sin duda, de un descubrimiento trascendental. 
El nacimiento del dador indica que el ego, aunque siga dominando al ser interior, ha empezado a mirar fuera de sí. No es que el ego esté comenzando a morir, sino que amplía su campo de visión. La muerte no existe y nada tiene que perecer con el fin de alcanzar la meta de nuestra búsqueda. En el manido y erróneo concepto de la muerte del ego subyace la idea de que hay cosas en nosotros que Dios condena. Pero esto de ningún modo es así: el plan divino consiste en que nos busquemos a nosotros mismos en completo libre albedrío; y posibilita y permite todas las experiencias, incluso que deseemos explorar como ser egoístas, ignorantes, groseros, ladrones, asesinos o carecer totalmente de fe. Y no somos juzgados, pues ninguna de nuestras acciones es buena o mala a los ojos divinos: el pecador y el santo son sólo máscaras que nos ponemos; y el pecador de hoy puede que esté aprendiendo a ser santo en la próxima vida física. Como se desarrollará en el Capítulo 8, dedicado al Bien y al Mal, todos estos papeles son ilusiones en la óptica divinal. 
Ahora bien, la aparición del dador no significa que el ego sienta amor, ya que esto es un imposible. El ego puede sentir intensamente placer, satisfacción propia o apego y, a veces, a estos sentimientos les llamamos amor. Pero éste es de naturaleza abnegada y se requiere un acto de abnegación para que surja el auténtico amor, el amor al prójimo. Como se expondrá en los últimos epígrafes del presente texto, el amor es universal y no toma partido. Al ego no le gusta en absoluto este hecho y piensa que él sí es merecedor del amor de Dios, pero no el otro o los otros. Obviamente, ésta no es la perspectiva divina. Desde ella el pecado se contempla como ilusión; nada de lo que equivocadamente consideremos pecado puede causar la más mínima mancha en el amor de Dios.

EL BUSCADOR
Publicado el 15 de Octubre 2016





EL VIDENTE 
Obviamente, buscar, por sí sólo, sin más, no conduce a la realización. Y en el caso de que se buscara sin encontrar, la experiencia sería insulsa y frustrante nuestro proceso de aprendizaje. Pero no hay que preocuparse, pues, como también señala el Evangelio de San Lucas, «quien busca, halla» (11,10). En el plan divino todos los interrogantes llevan consigo la correspondiente respuesta, de modo que cuando llega ese momento sublime en el que nos preguntamos íntimamente dónde está Dios, se encuentra la contestación. Es más, siendo la motivación del buscador poder ver, esto se produce pronto a través del nacimiento del vidente. 
La llegada del vidente significa el fin del ego y de toda identificación externa. Retomando la reflexión planteada en páginas anteriores acerca de que nuestra vida es una pelí- cula en la que nosotros mismos somos guionista, director, cámara y protagonista, imaginemos ahora que somos también el espectador que, sentado en la butaca de un cine, la está viendo proyectada sobre la pantalla blanca. Mientras estamos dominados por el ego, nos concentramos en las imágenes que se mueven sobre la pantalla y las consideramos reales. En el momento en el que el buscador hace su aparición, empezamos a percatarnos de la irrealidad de tales imágenes. Y será con el nacimiento del vidente cuando nos giremos sobre la butaca, volvamos la cara hacia el foco de luz del proyector y veamos la imagen propia tal cual es: una proyección insustancial a la que hace real la desesperada necesidad del ego de conceder importancia a una mente y a un cuerpo limitados por el tiempo y el espacio. El vidente percibe y contempla lo que hay detrás de esta motivación del ego y, simplemente, deja de aceptarla. 
Una cosa es pensar que somos espíritus con un cuerpo —espíritus teniendo una experiencia humana— y otra que somos humanos viviendo una experiencia espiritual. Existe un abismo entre ambas visiones. Si me veo como un cuerpo con espíritu, me rijo por el ego, concibo mi cuerpo como mi verdadera identidad y me sujeto a las leyes de la individualidad, de la separación y del desamor. En cambio, si siento que soy un espíritu que posee un maravilloso vehículo planetario (cuerpo) al que tiene que cuidar y mimar, puedo verme como un ser inmenso que todo lo abarca; que es uno con Dios y, por tanto, con la fuente de energía absoluta en la que se cargan las pilas permanentemente. Y dejo de sentir dolor, depresión, pobreza, enfermedad, porque todo esto no existe en el mundo del Espíritu.  
Los videntes se dan cuenta de que constituye una falacia el vernos a nosotros mismos como una envoltura de carne y hueso (cuerpo) que aloja una realidad subyacente (espíritu) de naturaleza divina —un fantasma dentro de una máquina—. Y hacen suya la primera de las dos perspectivas anteriores: somos espíritu con un cuerpo o, lo que es lo mismo, espíritu teniendo una experiencia humana. Pero comprendiendo, a la par, que todo es divino, tanto el ocupante (ser interior) como el vehículo planetario (cuerpo físico con todos sus componentes) en el que se aloja durante las distintas vidas físicas que conforman su encarnación en la Tierra. El cuerpo es espíritu que ha tomado una forma que los sentidos pueden palpar, ver y oler; la mente es espíritu bajo una forma que puede oírse y entenderse. El espíritu mismo, en su forma pura, no es ninguna de estas cosas y sólo puede percibirlo la inspiración perfeccionada. 
El mundo empezará a desaparecer como cosa sólida y a retroceder hacia el interior de la abrumadora luz del Ser. Dará la sensación de un nuevo nacimiento. El vidente se diferencia del buscador en que ya no tiene que escoger con cuidado. El buscador continúa envuelto en una ilusión cuando va por ahí preguntándose dónde está Dios y dónde no está. El vidente, en cambio, ve a Dios en la vida misma. Así de sencillo. Esto hace que la larga guerra interior haya terminado por fin y el guerrero encuentra descanso. En vez de lucha, experimentamos la realización natural, espontá- nea y sin esfuerzo de todos nuestros anhelos. 
En este punto, cuando el ojo se posa en algo, este algo se acepta tal como es, sin juzgarlo. Comprendemos que no tenemos carencia alguna que llenar, ningún problema o deseo; actuamos, por supuesto, movidos por la compasión y el amor al prójimo, pero sin apegos. Y ante nosotros aparece, por fin, la gran verdad luminosa de nuestra existencia como seres humanos: el hecho de estar en esta vida y en nuestro cuerpo es el más alto objetivo espiritual que podemos alcan- 88 zar. Conscientes de nuestro Ser, enamorados con la Divina Unidad en la que somos y viviendo el presente como lo único que existe, no haremos otra cosa que emanar amor incondicional, energía pura, a nuestro alrededor: haremos el Cielo en la Tierra. El conocimiento debe dejar paso a la acción y ser convertido en sabiduría: de la teoría a la experiencia; del conocer al saber amar al prójimo. 
No hay señales externas que identifiquen a los videntes que hay en este mundo. Mas por dentro se sienten abiertos y felices; permiten que los demás sean quienes son, lo cual es la forma más profunda de amor; no ponen ningún obstá- culo en el camino de las demás personas y de los acontecimientos; y han renunciado a todo sentido pequeño de «yo», que ya no domina ni sus mentes ni sus vidas, dirigidas de manera cada vez más consciente por el verdadero Yo. 
Y el vidente, profundizando en su luminosa experiencia, comprobará que lo que parece ser gozo y realización total aún puede ampliarse más. Porque llegar a la presencia de Dios no es el fin de la búsqueda, sino el principio. Empezamos en la inocencia y del mismo modo terminamos, más esta vez la inocencia es diferente, porque hemos adquirido consciencia, conocimiento completo y absoluto, mientras que un bebé sólo tiene sentimiento.
BUSCADORES
EMILIO CARRILLO







GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS.

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