sábado, 29 de octubre de 2016

"EL ESPÍRITU" BUSCADORES - EMILIO CARRILLO


EL ESPÍRITU
Cuando logramos vernos a nosotros mismos como espí- ritu, cesa nuestra identificación con este cuerpo y con esta mente. Al mismo tiempo, se diluyen y extinguen los conceptos de nacimiento y muerte. Seremos una célula en el cuerpo del Universo; y este cuerpo cósmico será tan íntimo para nosotros como ahora lo es nuestro propio cuerpo físico. Se comprende entonces que el nacimiento es meramente la idea de que «tengo este cuerpo»; y la muerte no es más que la de «ya no tengo este cuerpo». Al no estar ya sometidos a  la ilusión del nacimiento, cualquier cuerpo que asumamos lo veremos como una pauta de energía; y cualquier mente, como una pauta de información. Estas pautas cambian siempre: vienen y se van. Pero nosotros mismos estaremos más allá del cambio. 
El espíritu nace del silencio puro. Cuando se cita al espíritu, se apunta hacia un mundo invisible. De él salen volando hacia nosotros flechas de luz que encienden nuestra alma, pero nosotros no podemos responder lanzando flechas de pensamiento. Una rosa sería misteriosa si sólo pudiéramos pensar en ella, sin experimentarla nunca. El espíritu es una experiencia directa, pero transciende este mundo. Es silencio puro y rebosante de potencial infinito. Cuando adquirimos conocimiento de cualquier otra cosa, adquirimos conocimiento de algo; cuando adquirimos conocimiento del espíritu, nos convertimos en el conocimiento mismo. Todos los interrogantes cesan porque nos encontramos en el centro mismo de la realidad, donde todo, sencillamente, es. 
El dialogo interior de la mente debe concluir y no volver a empezar jamás, porque lo que dio origen al diálogo interno, la fragmentación del yo, ya no está presente. Nuestro cuerpo será yo unificado y, al igual que el bebé que fue nuestro principio, no sentiremos ninguna duda, vergüenza ni culpa. La necesidad de dualidad del ego dio por resultado un mundo de bien y mal, correcto y equivocado, luz y sombra. Ahora veremos que estos antónimos se funden. Tal es la perspectiva de Dios, porque en todas las direcciones hacia las que mira sólo se ve a Sí Mismo. 
El espíritu es un grado de consciencia que podemos denominar <>. Y nos impulsa sucesivamente hacia tres etapas o estadios de conciencia: 

1º Estadio de «conciencia cósmica», en la que «experimentamos milagros»: Todo acontecimiento material tendrá una causa espiritual; todo suceso local tendrá lugar también  en el escenario del Universo. Nuestro menor deseo hará que las fuerzas cósmicas causen su realización. Por maravilloso que parezca, no es un estado tan avanzado, pues mucho antes de que alcancemos este estadio de conciencia estaremos acostumbrados a que nuestros deseos se realicen espontá- neamente. 

2º Estadio de «conciencia divina», en la que «obramos milagros»: Es el estado de la creatividad pura, en el cual nos fundimos con el poder de Dios, por medio del cual Dios crea mundos y todo lo que acontece en ellos. Este poder no procede de nada que Dios haga; sencillamente, es su luz de la consciencia. Como un resplandor vivo, veremos la consciencia divina brillando a través de todo lo que nuestros ojos contemplen. El mundo pasa a estar iluminado desde dentro y no cabe ninguna duda de que la materia es simplemente espíritu hecho manifiesto. En la divina consciencia nos veremos a nosotros mismos como creador, en vez de lo que ha sido creado -como el que da la vida, en lugar del que la recibe-. 

3º Estadio de «conciencia de la Unidad», en el que «nos convertimos en el milagro»: Desaparece cualquier distinción entre el creador y lo que es creado; Creador y Creación se unifican de manera indisoluble, sin que el uno pueda ser sin el otro. El Espíritu que hay en nosotros se funde por completo con el Espíritu que hay en todo lo demás. Nuestro retorno a la inocencia lo abarca todo, porque, al igual que el bebé que toca la cuna sólo se siente a sí mismo, veremos toda acción como espíritu entrando en espíritu. Viviremos inmersos en un conocimiento y confianza completos. Y, aunque parecerá que todavía residimos en un cuerpo, será sólo un grano de Ser en las costas del infinito océano del Ser que somos nosotros mismos: Creador&Creación; Creación&Creador.
BUSCADORES
EMILIO CARRILLO

GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS.


sábado, 22 de octubre de 2016

"EL DADOR" "EL VIDENTE" BUSCADORES EMILIO CARRILLO


EL DADOR
El dar libera al ego de muchas clases de miedo: del temor al aislamiento, al que forzosamente conduce el egoísmo total; del pánico a la pérdida, que nace porque no podemos tenerlo todo para siempre; del espanto ante los enemigos, los que pretenden quitarle cosas. Pero hay aún algo más hondo, pues la acción de dar relaciona a dos personas, una que da y otra que recibe. Esta relación hace que surja un nuevo sentido de pertenencia: la pertenencia activa de alguien que ha aprendido a crear felicidad. Y es que el dar es creativo. La persona se desprende libremente de algo, pero no tiene sensación de pérdida. En vez de ello, el ego siente  placer; un placer distinto, más agudo y cálido, que el placer de tomar derivado del impulso del triunfador. Se trata, sin duda, de un descubrimiento trascendental. 
El nacimiento del dador indica que el ego, aunque siga dominando al ser interior, ha empezado a mirar fuera de sí. No es que el ego esté comenzando a morir, sino que amplía su campo de visión. La muerte no existe y nada tiene que perecer con el fin de alcanzar la meta de nuestra búsqueda. En el manido y erróneo concepto de la muerte del ego subyace la idea de que hay cosas en nosotros que Dios condena. Pero esto de ningún modo es así: el plan divino consiste en que nos busquemos a nosotros mismos en completo libre albedrío; y posibilita y permite todas las experiencias, incluso que deseemos explorar como ser egoístas, ignorantes, groseros, ladrones, asesinos o carecer totalmente de fe. Y no somos juzgados, pues ninguna de nuestras acciones es buena o mala a los ojos divinos: el pecador y el santo son sólo máscaras que nos ponemos; y el pecador de hoy puede que esté aprendiendo a ser santo en la próxima vida física. Como se desarrollará en el Capítulo 8, dedicado al Bien y al Mal, todos estos papeles son ilusiones en la óptica divinal. 
Ahora bien, la aparición del dador no significa que el ego sienta amor, ya que esto es un imposible. El ego puede sentir intensamente placer, satisfacción propia o apego y, a veces, a estos sentimientos les llamamos amor. Pero éste es de naturaleza abnegada y se requiere un acto de abnegación para que surja el auténtico amor, el amor al prójimo. Como se expondrá en los últimos epígrafes del presente texto, el amor es universal y no toma partido. Al ego no le gusta en absoluto este hecho y piensa que él sí es merecedor del amor de Dios, pero no el otro o los otros. Obviamente, ésta no es la perspectiva divina. Desde ella el pecado se contempla como ilusión; nada de lo que equivocadamente consideremos pecado puede causar la más mínima mancha en el amor de Dios.

EL BUSCADOR
Publicado el 15 de Octubre 2016





EL VIDENTE 
Obviamente, buscar, por sí sólo, sin más, no conduce a la realización. Y en el caso de que se buscara sin encontrar, la experiencia sería insulsa y frustrante nuestro proceso de aprendizaje. Pero no hay que preocuparse, pues, como también señala el Evangelio de San Lucas, «quien busca, halla» (11,10). En el plan divino todos los interrogantes llevan consigo la correspondiente respuesta, de modo que cuando llega ese momento sublime en el que nos preguntamos íntimamente dónde está Dios, se encuentra la contestación. Es más, siendo la motivación del buscador poder ver, esto se produce pronto a través del nacimiento del vidente. 
La llegada del vidente significa el fin del ego y de toda identificación externa. Retomando la reflexión planteada en páginas anteriores acerca de que nuestra vida es una pelí- cula en la que nosotros mismos somos guionista, director, cámara y protagonista, imaginemos ahora que somos también el espectador que, sentado en la butaca de un cine, la está viendo proyectada sobre la pantalla blanca. Mientras estamos dominados por el ego, nos concentramos en las imágenes que se mueven sobre la pantalla y las consideramos reales. En el momento en el que el buscador hace su aparición, empezamos a percatarnos de la irrealidad de tales imágenes. Y será con el nacimiento del vidente cuando nos giremos sobre la butaca, volvamos la cara hacia el foco de luz del proyector y veamos la imagen propia tal cual es: una proyección insustancial a la que hace real la desesperada necesidad del ego de conceder importancia a una mente y a un cuerpo limitados por el tiempo y el espacio. El vidente percibe y contempla lo que hay detrás de esta motivación del ego y, simplemente, deja de aceptarla. 
Una cosa es pensar que somos espíritus con un cuerpo —espíritus teniendo una experiencia humana— y otra que somos humanos viviendo una experiencia espiritual. Existe un abismo entre ambas visiones. Si me veo como un cuerpo con espíritu, me rijo por el ego, concibo mi cuerpo como mi verdadera identidad y me sujeto a las leyes de la individualidad, de la separación y del desamor. En cambio, si siento que soy un espíritu que posee un maravilloso vehículo planetario (cuerpo) al que tiene que cuidar y mimar, puedo verme como un ser inmenso que todo lo abarca; que es uno con Dios y, por tanto, con la fuente de energía absoluta en la que se cargan las pilas permanentemente. Y dejo de sentir dolor, depresión, pobreza, enfermedad, porque todo esto no existe en el mundo del Espíritu.  
Los videntes se dan cuenta de que constituye una falacia el vernos a nosotros mismos como una envoltura de carne y hueso (cuerpo) que aloja una realidad subyacente (espíritu) de naturaleza divina —un fantasma dentro de una máquina—. Y hacen suya la primera de las dos perspectivas anteriores: somos espíritu con un cuerpo o, lo que es lo mismo, espíritu teniendo una experiencia humana. Pero comprendiendo, a la par, que todo es divino, tanto el ocupante (ser interior) como el vehículo planetario (cuerpo físico con todos sus componentes) en el que se aloja durante las distintas vidas físicas que conforman su encarnación en la Tierra. El cuerpo es espíritu que ha tomado una forma que los sentidos pueden palpar, ver y oler; la mente es espíritu bajo una forma que puede oírse y entenderse. El espíritu mismo, en su forma pura, no es ninguna de estas cosas y sólo puede percibirlo la inspiración perfeccionada. 
El mundo empezará a desaparecer como cosa sólida y a retroceder hacia el interior de la abrumadora luz del Ser. Dará la sensación de un nuevo nacimiento. El vidente se diferencia del buscador en que ya no tiene que escoger con cuidado. El buscador continúa envuelto en una ilusión cuando va por ahí preguntándose dónde está Dios y dónde no está. El vidente, en cambio, ve a Dios en la vida misma. Así de sencillo. Esto hace que la larga guerra interior haya terminado por fin y el guerrero encuentra descanso. En vez de lucha, experimentamos la realización natural, espontá- nea y sin esfuerzo de todos nuestros anhelos. 
En este punto, cuando el ojo se posa en algo, este algo se acepta tal como es, sin juzgarlo. Comprendemos que no tenemos carencia alguna que llenar, ningún problema o deseo; actuamos, por supuesto, movidos por la compasión y el amor al prójimo, pero sin apegos. Y ante nosotros aparece, por fin, la gran verdad luminosa de nuestra existencia como seres humanos: el hecho de estar en esta vida y en nuestro cuerpo es el más alto objetivo espiritual que podemos alcan- 88 zar. Conscientes de nuestro Ser, enamorados con la Divina Unidad en la que somos y viviendo el presente como lo único que existe, no haremos otra cosa que emanar amor incondicional, energía pura, a nuestro alrededor: haremos el Cielo en la Tierra. El conocimiento debe dejar paso a la acción y ser convertido en sabiduría: de la teoría a la experiencia; del conocer al saber amar al prójimo. 
No hay señales externas que identifiquen a los videntes que hay en este mundo. Mas por dentro se sienten abiertos y felices; permiten que los demás sean quienes son, lo cual es la forma más profunda de amor; no ponen ningún obstá- culo en el camino de las demás personas y de los acontecimientos; y han renunciado a todo sentido pequeño de «yo», que ya no domina ni sus mentes ni sus vidas, dirigidas de manera cada vez más consciente por el verdadero Yo. 
Y el vidente, profundizando en su luminosa experiencia, comprobará que lo que parece ser gozo y realización total aún puede ampliarse más. Porque llegar a la presencia de Dios no es el fin de la búsqueda, sino el principio. Empezamos en la inocencia y del mismo modo terminamos, más esta vez la inocencia es diferente, porque hemos adquirido consciencia, conocimiento completo y absoluto, mientras que un bebé sólo tiene sentimiento.
BUSCADORES
EMILIO CARRILLO







GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS.

sábado, 15 de octubre de 2016

"EL BUSCADOR" BUSCADORES - EMILIO CARRILLO


EL BUSCADOR
El que da, empieza dando sólo a la familia y los amigos; luego, a instituciones benéficas o a un colectivo o asociación concreta: después a la comunidad local o a la sociedad en su conjunto. Así, la esfera o el sistema en el que se ejerce la acción de dar se va ampliando. Finalmente, la perfección derivada de las experiencias provoca que la inclinación a dar no quede satisfecha hasta que todos los seres humanos resulten beneficiados. Y esto, el impulso a darnos a todos los demás habitantes del mundo, lleva nuestra individualidad al límite y la transporta a planos hasta entonces inimaginables. 
Llegados a este punto, estaremos ante una experiencia francamente apasionante. Por un lado, el aprendizaje de nuestra individualidad habrá dejado atrás al triunfador, al encontrar una fuente de placer más completa: la acción de dar. Igualmente, habremos ejercitado tal acción con nuestros seres queridos y con nuestro entorno más cercano hasta que nos inundó una sensación interior de insuficiencia: requerimos más y deseamos dar a todos los seres humanos e, incluso, al planeta en su globalidad. Y, por fin, cuando creíamos logrado nuestro objetivo, nos topamos con una nueva sorpresa: el dador que quería abrazar al mundo se da cuenta de que el mundo ya no es para él fuente de realización. 
Cosas y emociones que antes nos producían placer comienzan a parecernos insulsas: no es una renuncia o sacrificio, sino pérdida de entusiasmo por cosas que antes nos encandilaban. En particular, ya no produce satisfacción la necesidad que tenía el ego de aprobación e importancia propia. Se empieza a sentir la necesidad de contemplar otra realidad más allá de la material; aún no la vemos, pero intuimos que está ahí, esperándonos, al otro lado del velo. Aparece la sed de ver el rostro de Dios, de vivir bajo la luz, de explorar el silencio de la consciencia pura.
De esta forma, el dador se transfigura en buscador. Ya éramos buscadores, pero sin saberlo. La diferencia es que ahora somos conscientes de serlo. Las viejas y conocidas preocupaciones del ego se apartan y se amplía el sentido del yo. Ansiamos experiencias espirituales y presentimos una fuente de amor y realización que ni siquiera el amor más intenso de otra persona nos puede facilitar. Desde que vimos la luz del mundo hemos deseado más y más. Y nos convertimos en buscadores conscientes cuando nuestros deseos se han incrementado hasta el punto de que nada nos satisface salvo encontrar a Dios. Gracias a la encarnación en distintas vidas físicas como seres humanos, a las experiencias en ellas acumuladas, nos acercamos más al objetivo real de nuestro aprendizaje en la escuela Tierra. 
Hay que tener en cuenta que el anhelo de encontrarnos con Dios no es «más elevado» que querer dinero, fama o amor pasional. Estos deseos eran la faz de Dios cuando representaban para nosotros lo más importante: cualquier cosa que creamos que nos reporta paz y realización definitivas son nuestra versión de Dios. Sin embargo, al avanzar de una fase a la siguiente, nuestra imagen de Dios se convierte en más certera, más próxima a su naturaleza real. Pero ninguna fase es «superior» a la otra. Es el ego el que tiene alto y bajo, bueno y malo. 
El objetivo de nuestra encarnación humana es la toma de consciencia sobre nuestro verdadero ser, con la libertad y realización que ello conlleva. Esto no se logra hasta que no se conoce a Dios tan completamente como él se conoce a sí mismo. Los mortales estamos siempre anhelando milagros, pero el mayor de los milagros somos nosotros mismos porque Dios nos ha otorgado esta capacidad singular de identificarnos con su naturaleza y adquirir consciencia al respecto. Una rosa perfecta no se da cuenta de que es una rosa; un ser humano que se ha realizado sabe lo que significa ser divino. 
Y el impulso del buscador puede presentarse bajo muchas formas. No obstante, todos los buscadores comparten la sensación de que el mundo material no parece el lugar donde puedan realizar sus deseos. Habremos empezado a entender que Dios está en todas partes, pero esto no nos servirá de nada si no podemos ver dónde está. El buscador explora e indaga con el fin de ver; lo que le motiva es la sed de realidad superior. Esto no significa que desaparezca la etapa anterior de dar. Pero ahora se da sin motivaciones egoístas; el impulso a dar es la compasión. No importa el nombre: Dios, Todo, Ser Uno, Identidad Universal,... . Todas las denominaciones apuntan hacia una necesidad nueva, profundamente sentida, de escapar de los límites que imponen el tiempo y el espacio, del marco tridimensional. Tal requerimiento es coherente con nuestra auténtica esencia, que es ilimitada y creada para vivir una vida plena y multidimensional. Frente a ello, el mundo que nos rodea parece estar limitado por el tiempo y el espacio. Pero es sólo una apariencia y el buscador empieza a percatarse de ello. 
La Creación no esconde nada a nuestros ojos; no somos víctimas de ningún engaño. En ella rige una regla básica: ¡lo que crees es lo que creas!; todo está en función de nuestra consciencia, de lo que seamos conscientes de ser. Si nos contemplamos como deficientes, indignos o culpables, así seremos y así será el mundo exterior, que se forja a nuestra imagen y semejanza. Pero lo cierto es que Dios no ve nada malo en nosotros; y el espíritu no podría permanecer alejado de nosotros aunque quisiera, porque, como se mostrará en próximos capítulos, todo es espíritu. Cada persona obtiene la versión de lo divino que concibe según su grado de consciencia; y desde ella moldea el mundo que le rodea. Algunas ven a Dios en visiones, otras en una flor. Hay muchas clases de buscadores. 
Todos nacemos para buscar, primero, y encontrar, después: «buscad y hallaréis», indica con razón el Evangelio de San Lucas (11,9). El motivo por el que parece que los buscadores son escasos obedece al hecho de que buscar es una experiencia íntima y dirigida completamente hacia dentro. Por los signos externos no es fácil saber quién busca y quién no. Algunas señales interiores del buscador son las siguientes: la acción de dar pasa a estar motivada por el amor abnegado, sin querer nada a cambio, ni siquiera gratitud; las pautas adictivas con respecto al mundo exterior comienzan a desaparecer; la intuición y la inspiración se convierten en una guía de confianza de la acción y complementa a la estricta racionalidad; la oración y la meditación pasan a ser partes de la vida cotidiana; se experimenta un goce creciente de la soledad y el silencio; se incrementa la dependencia respecto de uno mismo, en lugar de estar pendiente de la aprobación social; y aumenta la confianza en la providencia. Y aunque todas estas manifestaciones espirituales le apartan de la vorágine del entorno material, el buscador, paradójicamente, disfruta de una relación más profunda con la naturaleza, más bienestar en el cuerpo físico y mayor facilidad en aceptar a los demás. Esto se debe a que el espíritu no es el opuesto de la materia, sino que él lo es todo. Su aparición en la vida hará que todas las cosas sean mejores, incluso las que parecen ser antónimos. 
Con todo ello, por primera vez, ponemos en duda la pretensión del ego de ser omnisciente y todopoderoso. Valga el ejemplo de un carruaje: imaginemos que el carruaje es nuestro ser total; que los caballos son el ego; y que la voz de dentro del carruaje es el espíritu, nuestro ser interior. Cuando éste aparece en escena, el ego, al principio, no lo escucha, porque está seguro de que su poder es absoluto, y continúa llevando al carruaje hacia donde sus apegos materiales le indican. Pero el espíritu no utiliza la clase de poder al que el ego está acostumbrado. El ego está habituado a rechazar, 85 a juzgar, a separar y a tomar lo que piensa le pertenece. En cambio, el espíritu es simplemente la voz tranquila del Ser afirmando lo que es. Con el nacimiento del buscador, ésta es la voz que se empieza a oír; va ganando fuerza y comienza a coger las riendas del carruaje. Pero debemos estar preparados para una reacción violenta del ego, que no renunciará a su poder sin luchar. 
Hay que insistir en que el poder del espíritu no es de la clase que el ego conoce y utiliza. El espíritu es el poder en sí: un poder de alcance infinito; un poder organizador que hace que cada uno de los átomos del Universo se mantenga en perfecto equilibrio. Comparado con él, el que usa el ego es absurdamente limitado y trivial. Sin embargo, no nos daremos cuenta hasta después de haber renunciado a la necesidad del ego de controlar, predecir y defender. Su poder se reduce a esta tríada. Si el ego pudiera renunciar a todo de una vez, no habría necesidad de pasos posteriores; el nacimiento del buscador sería suficiente. Mas no ocurre así. La voz del espíritu le anuncia al buscador una realidad más allá; acceder a ella es otra cosa.
BUSCADORES
EMILIO CARRILLO

Con tu permiso Emilio permiteme que comparta unas semanas más vale, muchas gracias, bendiciones infinitas. 


sábado, 8 de octubre de 2016

"EL TRIUNFADOR" BUSCADORES - EMILIO CARRILLO




EL TRIUNFADOR

Una vez que el ego ha aparecido en escena, emerge también el impulso del triunfador, un poderoso ímpetu que nos  empuja a salir al mundo y vencer. Las señales de ello son primarias: el bebé pronto quiere andar y empieza a protestar si su madre no se lo permite. Este deseo de escapar y deambular fuera del anillo de protección materno es tímido al principio, pero con el tiempo, el mismo bebé que anhelaba que lo abrazaran, llora para que lo suelten. Se trata de un instinto beneficioso, porque lo desconocido es fuente de miedos y si el bebé no saliese a conquistar el mundo crecería temiéndolo cada vez más. 
El impulso del triunfador es la señal del ego en acción, probándose a sí mismo que la separación es soportable. Y su surgimiento es imprescindible para que los seres humanos adquiramos confianza desde la perspectiva de singularidad. 
Hay que insistir en que la existencia que hemos elegido como mortales en este mundo de objetos y acontecimientos trata de una cosa: experimentar la individualidad y, en libre albedrío y vía aumento de la consciencia, trascender de tal estado. Y para ser individuo es necesario el ego; y para ello es preciso el nacimiento del triunfador, que hace que éste sea un mundo lleno de cosas que hacer y aprender. 
La sed de triunfo aplastará al auténtico propósito de la búsqueda. Nuestra consciencia queda ignorada, adormecida, bajo una amplia batería de inclinaciones que nos conducen a lograr el reconocimiento social, a ponderar el éxito por encima de cualquier otra cosa, a sacralizar la propiedad y el dinero, a idolatrar la propia imagen y el poder. Dejamos de vivir en el presente, lo único que en verdad existe, y deambulamos entre el recuerdo subjetivo de un pasado lleno de tareas pendientes e insatisfacciones y un futuro al que confiamos nuestra realización personal. Las pre-ocupaciones (futuro) se anteponen a las ocupaciones (presente); y hasta el dolor lo sublimamos a través del ego como sufrimiento, otro apego más. En libre albedrío, las personas decidimos que el mundo exterior es más importante que  nosotros mismos y arrinconamos la consciencia sobre nuestro verdadero ser. 
Es así como el ego asume el mando de nuestra vida, sin ofrecer realmente ninguna posibilidad de realización. Controla y carece de amor; ansía tomar todo lo que pueda para sí mismo en el convencimiento de que la vía del servicio a mí mismo y sólo a mí es la apta e idónea para alcanzar la felicidad. Todas las personas, a lo largo de la cadena de vidas que conforma nuestra encarnación en el plano humano, marchamos un tiempo más o menos prolongado por esta vía. Nada malo hay en ello desde la perspectiva divina, pues el libre albedrío marca el rumbo más acertado. 
No obstante, un buen día, fruto de la acumulación de experiencias, el ego encuentra que la felicidad no reside sólo en tomar, sino, igualmente, en dar. Y la acción de dar no se limita a ofrecer dinero o cosas a otra persona; existe también el servicio al otro, el darse uno mismo; y la devoción, la acción de dar amor bajo su forma pura. Eso sí, no se experimenta el placer de dar mientras se haga porque alguien lo ordena o porque se piense que es lo correcto: la acción de  dar tiene que ser espontánea y desinteresada.
BUSCADORES
EMILIO CARRILLO




sábado, 1 de octubre de 2016

"PÉRDIDA DE LA INOCENCIA: EL EGO" BUSCADORES - EMILIO CARRILLO


PÉRDIDA DE LA INOCENCIA: EL EGO

Al nacer —en los primeros días, semanas o, incluso, meses de vida— nuestro estado es de inocencia y brilla la consciencia.
No cuestionamos la existencia, ni nos preguntamos quiénes somos. Vivimos en la aceptación de nosotros mismos; en la confianza y el amor. Y estamos inmersos en lo intemporal, sin noción de pasado ni de futuro, sólo de un presente que se va desdoblando (la eternidad es un presente continuo que se que renueva de manera constante). Nos sentimos omnipotentes en nuestro mundo y todo lo que vemos y percibimos lo contemplamos cual reflejo de nosotros mismos, en Unidad.
Pero esta pureza es fugaz. Muy pocas personas recuerdan su pérdida, pues ocurre en los primeros tiempos de la infancia.
Equivale, de hecho, a nacer de nuevo. Comenzamos a considerar nuestro respectivo «yo»; y a los «otros», personas u objetos, como creaciones aparte. Mostramos una tendencia innata a pasar del mundo intemporal al de las horas, días y años; del silencio del mundo interior a la actividad del exterior; y de la absorción en uno mismo —consciencia de ser— a la identificación con todas las cosas fascinantes que nos rodean. Surgen deseos que no podemos satisfacer de manera inmediata y se experimenta el dolor.
Lo cierto es que los seres humanos no perdemos la inocencia al crecer, ya que ésta se mantiene intacta, como esencia, en su integridad. Lo que sucede es, sencillamente, que la vamos olvidando. Nos habituamos a vivir en fragmentos, de espaldas a la Unidad; y da la impresión de que desaparece lo que realmente somos. Pero es sólo una ilusión: la esencia permanece y la pérdida de la inocencia es un acontecimiento real que, a la par, no tiene ninguna realidad. En cualquier momento podemos recuperar la inocencia que existe en nuestro interior y tomar consciencia de nuestro verdadero ser (al menos, como se verá, el grado de consciencia alcanzable en el plano humano).
Por tanto, al principio no había separación (aunque como se examinará en su momento, sí traemos con nosotros la separación vivida como experiencia en vidas físicas anteriores).
Sin embargo, transcurrido un corto tiempo de vida, todo bebé comienza a percibir el mundo exterior como algo diferente de él mismo. Poco a poco, ciertas cosas pasan a identificarse como «yo» y el resto como «no yo», pues para tener «yo» también debe existir el «tú» o el «otro». En el plan de la naturaleza, un bebé responderá automáticamente a su madre como fuente de amor y nutrición. Pero es una fuente situada fuera del bebé mismo. Ahí está la trampa. Y durante años añoraremos nuestro propio ser antes de que alguien más apareciese en escena.
En la separación empieza la búsqueda de uno mismo en los objetos y acontecimientos. Se pierde la capacidad de verse a sí mismo como fuente y espacio de todo lo que es.
El mundo exterior y sus objetos se vuelven fascinantes; la felicidad se liga a ellos. La referencia al objeto sustituye la referencia del bebé a sí mismo. El ego se dice «esto es yo, eso no es yo». Así, el nacimiento del ego supone el de la dualidad: el principio de los antónimos y el comienzo de la oposición. Además, da origen a sentimientos y sensaciones que en la edad madura todavía se pueden percibir: el miedo al abandono, la necesidad de aprobación, el espíritu posesivo, la angustia de la separación, la preocupación e, incluso, la lástima por uno mismo.
Nos convertimos en adictos al mundo y configuramos un sentido del yo atado a las experiencias y recuerdos individuales que vamos acumulando: nuestra pequeña historia personal de apegos y anhelos materiales que proyectamos hacia el futuro, confiando en encontrar en él la felicidad y la vida llena y auténtica que no hallamos en el pasado. Olvidamos que el presente es lo único real y nos introducimos en una vida de ficción que, cual pelota de tenis, va del pasado al futuro y viceversa.
Mas la pérdida de la inocencia y el nacimiento del yo  son pasos absolutamente necesarios en nuestro proceso de aprendizaje en torno a la individualidad. Y debajo de estos cambios actúa una fuerza profunda ligada en su raíz con el por qué de nuestra propia existencia como humanos.
BUSCADORES
EMILIO CARRILLO