EL BUSCADOR
El que da, empieza dando sólo a la familia y los amigos;
luego, a instituciones benéficas o a un colectivo o asociación
concreta: después a la comunidad local o a la sociedad en su
conjunto. Así, la esfera o el sistema en el que se ejerce la acción
de dar se va ampliando. Finalmente, la perfección derivada
de las experiencias provoca que la inclinación a dar no
quede satisfecha hasta que todos los seres humanos resulten
beneficiados. Y esto, el impulso a darnos a todos los demás
habitantes del mundo, lleva nuestra individualidad al límite
y la transporta a planos hasta entonces inimaginables.
Llegados a este punto, estaremos ante una experiencia
francamente apasionante. Por un lado, el aprendizaje de
nuestra individualidad habrá dejado atrás al triunfador, al
encontrar una fuente de placer más completa: la acción de
dar. Igualmente, habremos ejercitado tal acción con nuestros
seres queridos y con nuestro entorno más cercano hasta
que nos inundó una sensación interior de insuficiencia:
requerimos más y deseamos dar a todos los seres humanos
e, incluso, al planeta en su globalidad. Y, por fin, cuando
creíamos logrado nuestro objetivo, nos topamos con una
nueva sorpresa: el dador que quería abrazar al mundo se da
cuenta de que el mundo ya no es para él fuente de realización.
Cosas y emociones que antes nos producían placer comienzan
a parecernos insulsas: no es una renuncia o sacrificio,
sino pérdida de entusiasmo por cosas que antes nos
encandilaban. En particular, ya no produce satisfacción
la necesidad que tenía el ego de aprobación e importancia
propia. Se empieza a sentir la necesidad de contemplar
otra realidad más allá de la material; aún no la vemos, pero
intuimos que está ahí, esperándonos, al otro lado del velo.
Aparece la sed de ver el rostro de Dios, de vivir bajo la luz,
de explorar el silencio de la consciencia pura.
De esta forma, el dador se transfigura en buscador. Ya
éramos buscadores, pero sin saberlo. La diferencia es que
ahora somos conscientes de serlo. Las viejas y conocidas
preocupaciones del ego se apartan y se amplía el sentido del
yo. Ansiamos experiencias espirituales y presentimos una
fuente de amor y realización que ni siquiera el amor más intenso
de otra persona nos puede facilitar. Desde que vimos
la luz del mundo hemos deseado más y más. Y nos convertimos
en buscadores conscientes cuando nuestros deseos se
han incrementado hasta el punto de que nada nos satisface
salvo encontrar a Dios. Gracias a la encarnación en distintas
vidas físicas como seres humanos, a las experiencias en ellas
acumuladas, nos acercamos más al objetivo real de nuestro
aprendizaje en la escuela Tierra.
Hay que tener en cuenta que el anhelo de encontrarnos
con Dios no es «más elevado» que querer dinero, fama
o amor pasional. Estos deseos eran la faz de Dios cuando
representaban para nosotros lo más importante: cualquier
cosa que creamos que nos reporta paz y realización definitivas
son nuestra versión de Dios. Sin embargo, al avanzar de
una fase a la siguiente, nuestra imagen de Dios se convierte
en más certera, más próxima a su naturaleza real. Pero ninguna
fase es «superior» a la otra. Es el ego el que tiene alto y
bajo, bueno y malo.
El objetivo de nuestra encarnación humana es la toma
de consciencia sobre nuestro verdadero ser, con la libertad
y realización que ello conlleva. Esto no se logra hasta que
no se conoce a Dios tan completamente como él se conoce
a sí mismo. Los mortales estamos siempre anhelando milagros,
pero el mayor de los milagros somos nosotros mismos
porque Dios nos ha otorgado esta capacidad singular
de identificarnos con su naturaleza y adquirir consciencia al
respecto. Una rosa perfecta no se da cuenta de que es una
rosa; un ser humano que se ha realizado sabe lo que significa
ser divino.
Y el impulso del buscador puede presentarse bajo muchas
formas. No obstante, todos los buscadores comparten
la sensación de que el mundo material no parece el lugar
donde puedan realizar sus deseos. Habremos empezado a
entender que Dios está en todas partes, pero esto no nos
servirá de nada si no podemos ver dónde está. El buscador
explora e indaga con el fin de ver; lo que le motiva es la
sed de realidad superior. Esto no significa que desaparezca
la etapa anterior de dar. Pero ahora se da sin motivaciones
egoístas; el impulso a dar es la compasión. No importa el
nombre: Dios, Todo, Ser Uno, Identidad Universal,... . Todas
las denominaciones apuntan hacia una necesidad nueva,
profundamente sentida, de escapar de los límites que
imponen el tiempo y el espacio, del marco tridimensional.
Tal requerimiento es coherente con nuestra auténtica esencia,
que es ilimitada y creada para vivir una vida plena y
multidimensional. Frente a ello, el mundo que nos rodea
parece estar limitado por el tiempo y el espacio. Pero es sólo
una apariencia y el buscador empieza a percatarse de ello.
La Creación no esconde nada a nuestros ojos; no somos
víctimas de ningún engaño. En ella rige una regla básica:
¡lo que crees es lo que creas!; todo está en función de nuestra
consciencia, de lo que seamos conscientes de ser. Si nos
contemplamos como deficientes, indignos o culpables, así
seremos y así será el mundo exterior, que se forja a nuestra
imagen y semejanza. Pero lo cierto es que Dios no ve nada
malo en nosotros; y el espíritu no podría permanecer alejado
de nosotros aunque quisiera, porque, como se mostrará
en próximos capítulos, todo es espíritu. Cada persona obtiene
la versión de lo divino que concibe según su grado de
consciencia; y desde ella moldea el mundo que le rodea. Algunas
ven a Dios en visiones, otras en una flor. Hay muchas
clases de buscadores.
Todos nacemos para buscar, primero, y encontrar, después:
«buscad y hallaréis», indica con razón el Evangelio de
San Lucas (11,9). El motivo por el que parece que los buscadores
son escasos obedece al hecho de que buscar es una
experiencia íntima y dirigida completamente hacia dentro.
Por los signos externos no es fácil saber quién busca y quién
no. Algunas señales interiores del buscador son las siguientes:
la acción de dar pasa a estar motivada por el amor abnegado,
sin querer nada a cambio, ni siquiera gratitud; las
pautas adictivas con respecto al mundo exterior comienzan
a desaparecer; la intuición y la inspiración se convierten en
una guía de confianza de la acción y complementa a la estricta
racionalidad; la oración y la meditación pasan a ser
partes de la vida cotidiana; se experimenta un goce creciente
de la soledad y el silencio; se incrementa la dependencia
respecto de uno mismo, en lugar de estar pendiente de la
aprobación social; y aumenta la confianza en la providencia.
Y aunque todas estas manifestaciones espirituales le apartan
de la vorágine del entorno material, el buscador, paradójicamente,
disfruta de una relación más profunda con la naturaleza,
más bienestar en el cuerpo físico y mayor facilidad
en aceptar a los demás. Esto se debe a que el espíritu no es
el opuesto de la materia, sino que él lo es todo. Su aparición
en la vida hará que todas las cosas sean mejores, incluso las
que parecen ser antónimos.
Con todo ello, por primera vez, ponemos en duda la pretensión
del ego de ser omnisciente y todopoderoso. Valga
el ejemplo de un carruaje: imaginemos que el carruaje es
nuestro ser total; que los caballos son el ego; y que la voz de
dentro del carruaje es el espíritu, nuestro ser interior. Cuando
éste aparece en escena, el ego, al principio, no lo escucha,
porque está seguro de que su poder es absoluto, y continúa
llevando al carruaje hacia donde sus apegos materiales le
indican. Pero el espíritu no utiliza la clase de poder al que
el ego está acostumbrado. El ego está habituado a rechazar,
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a juzgar, a separar y a tomar lo que piensa le pertenece. En
cambio, el espíritu es simplemente la voz tranquila del Ser
afirmando lo que es. Con el nacimiento del buscador, ésta
es la voz que se empieza a oír; va ganando fuerza y comienza
a coger las riendas del carruaje. Pero debemos estar preparados
para una reacción violenta del ego, que no renunciará a
su poder sin luchar.
Hay que insistir en que el poder del espíritu no es de la
clase que el ego conoce y utiliza. El espíritu es el poder en
sí: un poder de alcance infinito; un poder organizador que
hace que cada uno de los átomos del Universo se mantenga
en perfecto equilibrio. Comparado con él, el que usa el ego
es absurdamente limitado y trivial. Sin embargo, no nos
daremos cuenta hasta después de haber renunciado a la necesidad
del ego de controlar, predecir y defender. Su poder
se reduce a esta tríada. Si el ego pudiera renunciar a todo de
una vez, no habría necesidad de pasos posteriores; el nacimiento
del buscador sería suficiente. Mas no ocurre así. La
voz del espíritu le anuncia al buscador una realidad más allá;
acceder a ella es otra cosa.
BUSCADORES
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