El dar libera al ego de muchas clases de miedo: del temor
al aislamiento, al que forzosamente conduce el egoísmo total;
del pánico a la pérdida, que nace porque no podemos
tenerlo todo para siempre; del espanto ante los enemigos,
los que pretenden quitarle cosas. Pero hay aún algo más
hondo, pues la acción de dar relaciona a dos personas, una
que da y otra que recibe. Esta relación hace que surja un
nuevo sentido de pertenencia: la pertenencia activa de alguien
que ha aprendido a crear felicidad. Y es que el dar es
creativo. La persona se desprende libremente de algo, pero
no tiene sensación de pérdida. En vez de ello, el ego siente placer; un placer distinto, más agudo y cálido, que el placer
de tomar derivado del impulso del triunfador. Se trata, sin
duda, de un descubrimiento trascendental.
El nacimiento del dador indica que el ego, aunque siga
dominando al ser interior, ha empezado a mirar fuera de sí.
No es que el ego esté comenzando a morir, sino que amplía
su campo de visión. La muerte no existe y nada tiene que
perecer con el fin de alcanzar la meta de nuestra búsqueda.
En el manido y erróneo concepto de la muerte del ego subyace
la idea de que hay cosas en nosotros que Dios condena.
Pero esto de ningún modo es así: el plan divino consiste en
que nos busquemos a nosotros mismos en completo libre
albedrío; y posibilita y permite todas las experiencias, incluso
que deseemos explorar como ser egoístas, ignorantes,
groseros, ladrones, asesinos o carecer totalmente de fe. Y
no somos juzgados, pues ninguna de nuestras acciones es
buena o mala a los ojos divinos: el pecador y el santo son
sólo máscaras que nos ponemos; y el pecador de hoy puede
que esté aprendiendo a ser santo en la próxima vida física.
Como se desarrollará en el Capítulo 8, dedicado al Bien y al
Mal, todos estos papeles son ilusiones en la óptica divinal.
Ahora bien, la aparición del dador no significa que el
ego sienta amor, ya que esto es un imposible. El ego puede
sentir intensamente placer, satisfacción propia o apego y, a
veces, a estos sentimientos les llamamos amor. Pero éste es
de naturaleza abnegada y se requiere un acto de abnegación
para que surja el auténtico amor, el amor al prójimo. Como
se expondrá en los últimos epígrafes del presente texto, el
amor es universal y no toma partido. Al ego no le gusta en
absoluto este hecho y piensa que él sí es merecedor del amor
de Dios, pero no el otro o los otros. Obviamente, ésta no
es la perspectiva divina. Desde ella el pecado se contempla
como ilusión; nada de lo que equivocadamente consideremos
pecado puede causar la más mínima mancha en el amor de Dios.
EL BUSCADOR
Publicado el 15 de Octubre 2016
Obviamente, buscar, por sí sólo, sin más, no conduce a
la realización. Y en el caso de que se buscara sin encontrar,
la experiencia sería insulsa y frustrante nuestro proceso de
aprendizaje. Pero no hay que preocuparse, pues, como también
señala el Evangelio de San Lucas, «quien busca, halla»
(11,10). En el plan divino todos los interrogantes llevan
consigo la correspondiente respuesta, de modo que cuando
llega ese momento sublime en el que nos preguntamos íntimamente
dónde está Dios, se encuentra la contestación. Es
más, siendo la motivación del buscador poder ver, esto se
produce pronto a través del nacimiento del vidente.
La llegada del vidente significa el fin del ego y de toda
identificación externa. Retomando la reflexión planteada en
páginas anteriores acerca de que nuestra vida es una pelí-
cula en la que nosotros mismos somos guionista, director,
cámara y protagonista, imaginemos ahora que somos también
el espectador que, sentado en la butaca de un cine, la
está viendo proyectada sobre la pantalla blanca. Mientras
estamos dominados por el ego, nos concentramos en las
imágenes que se mueven sobre la pantalla y las consideramos
reales. En el momento en el que el buscador hace su
aparición, empezamos a percatarnos de la irrealidad de tales
imágenes. Y será con el nacimiento del vidente cuando nos
giremos sobre la butaca, volvamos la cara hacia el foco de
luz del proyector y veamos la imagen propia tal cual es: una
proyección insustancial a la que hace real la desesperada necesidad
del ego de conceder importancia a una mente y a
un cuerpo limitados por el tiempo y el espacio. El vidente
percibe y contempla lo que hay detrás de esta motivación
del ego y, simplemente, deja de aceptarla.
Una cosa es pensar que somos espíritus con un cuerpo
—espíritus teniendo una experiencia humana— y otra que
somos humanos viviendo una experiencia espiritual. Existe
un abismo entre ambas visiones. Si me veo como un cuerpo
con espíritu, me rijo por el ego, concibo mi cuerpo como
mi verdadera identidad y me sujeto a las leyes de la individualidad,
de la separación y del desamor. En cambio, si
siento que soy un espíritu que posee un maravilloso vehículo
planetario (cuerpo) al que tiene que cuidar y mimar, puedo
verme como un ser inmenso que todo lo abarca; que es
uno con Dios y, por tanto, con la fuente de energía absoluta
en la que se cargan las pilas permanentemente. Y dejo de
sentir dolor, depresión, pobreza, enfermedad, porque todo
esto no existe en el mundo del Espíritu.
Los videntes se dan cuenta de que constituye una falacia
el vernos a nosotros mismos como una envoltura de carne y
hueso (cuerpo) que aloja una realidad subyacente (espíritu)
de naturaleza divina —un fantasma dentro de una máquina—.
Y hacen suya la primera de las dos perspectivas anteriores:
somos espíritu con un cuerpo o, lo que es lo mismo,
espíritu teniendo una experiencia humana. Pero comprendiendo,
a la par, que todo es divino, tanto el ocupante (ser
interior) como el vehículo planetario (cuerpo físico con todos
sus componentes) en el que se aloja durante las distintas
vidas físicas que conforman su encarnación en la Tierra. El
cuerpo es espíritu que ha tomado una forma que los sentidos
pueden palpar, ver y oler; la mente es espíritu bajo una
forma que puede oírse y entenderse. El espíritu mismo, en
su forma pura, no es ninguna de estas cosas y sólo puede
percibirlo la inspiración perfeccionada.
El mundo empezará a desaparecer como cosa sólida y
a retroceder hacia el interior de la abrumadora luz del Ser.
Dará la sensación de un nuevo nacimiento. El vidente se
diferencia del buscador en que ya no tiene que escoger con
cuidado. El buscador continúa envuelto en una ilusión
cuando va por ahí preguntándose dónde está Dios y dónde
no está. El vidente, en cambio, ve a Dios en la vida misma.
Así de sencillo. Esto hace que la larga guerra interior haya
terminado por fin y el guerrero encuentra descanso. En vez
de lucha, experimentamos la realización natural, espontá-
nea y sin esfuerzo de todos nuestros anhelos.
En este punto, cuando el ojo se posa en algo, este algo
se acepta tal como es, sin juzgarlo. Comprendemos que no
tenemos carencia alguna que llenar, ningún problema o deseo;
actuamos, por supuesto, movidos por la compasión y el
amor al prójimo, pero sin apegos. Y ante nosotros aparece,
por fin, la gran verdad luminosa de nuestra existencia como
seres humanos: el hecho de estar en esta vida y en nuestro
cuerpo es el más alto objetivo espiritual que podemos alcan-
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zar. Conscientes de nuestro Ser, enamorados con la Divina
Unidad en la que somos y viviendo el presente como lo
único que existe, no haremos otra cosa que emanar amor
incondicional, energía pura, a nuestro alrededor: haremos
el Cielo en la Tierra. El conocimiento debe dejar paso a la
acción y ser convertido en sabiduría: de la teoría a la experiencia;
del conocer al saber amar al prójimo.
No hay señales externas que identifiquen a los videntes
que hay en este mundo. Mas por dentro se sienten abiertos
y felices; permiten que los demás sean quienes son, lo cual
es la forma más profunda de amor; no ponen ningún obstá-
culo en el camino de las demás personas y de los acontecimientos;
y han renunciado a todo sentido pequeño de «yo»,
que ya no domina ni sus mentes ni sus vidas, dirigidas de
manera cada vez más consciente por el verdadero Yo.
Y el vidente, profundizando en su luminosa experiencia,
comprobará que lo que parece ser gozo y realización total
aún puede ampliarse más. Porque llegar a la presencia de
Dios no es el fin de la búsqueda, sino el principio. Empezamos
en la inocencia y del mismo modo terminamos, más
esta vez la inocencia es diferente, porque hemos adquirido
consciencia, conocimiento completo y absoluto, mientras
que un bebé sólo tiene sentimiento.
BUSCADORES
EMILIO CARRILLO
GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS.