Tenemos deudas que hay que pagar. Si no las hemos abonado, tenemos que llevárnoslas a
otra vida para saldarlas. Al pagar las deudas progresamos. Algunas almas lo hacen más deprisa
que otras. Si algo interrumpe tu capacidad de pagar esa deuda, tienes que regresar al plano del
recuerdo y esperar allí hasta que vaya a verte el alma con la que tengas la deuda. Cuando los dos
podáis volver a una forma física al mismo tiempo, se os permitirá regresar, pero el que decide
cuándo volver eres tú. Tú decides lo que hay que hacer para pagar esa deuda.
Habrá muchas vidas para satisfacer todos los acuerdos y todas las deudas pendientes.
Aún no se me ha comunicado nada sobre muchos de los demás planos, pero éste, el relacionado con «las
deudas que hay que saldar», evoca el concepto del karma. El karma es una oportunidad de aprender, de
poner en práctica el amor y el perdón. El karma es también una oportunidad de expiar, de hacer borrón y
cuenta nueva, de compensar a aquellas personas a las que hayamos podido molestar o dañar en el pasado.
El karma no es solamente un concepto oriental. Es una idea universal, plasmada en todas las grandes
religiones (véase La responsabilidad por las propias acciones en el Apéndice A, Valores espirituales
compartidos). La Biblia dice: «Se recoge lo que se siembra«. Todo pensamiento y toda acción tienen
consecuencias inevitables. Somos responsables de nuestras acciones.
La forma más segura de reencarnarse en una persona de una raza o una religión concretas es manifestar
prejuicios contra ese grupo. El odio lleva directamente hasta el grupo despreciado. En ocasiones, un alma
aprende a amar tras convertirse en lo que más desprecia.
Es importante recordar que el karma está relacionado con el aprendizaje, no con el castigo. Nuestros padres
y todas las personas con las que nos relacionamos están dotados de libre albedrío. Pueden querernos y
ayudarnos, u odiamos y hacemos daño. Su elección no es nuestro karma. Su elección es una manifestación
de su libre albedrío. También ellos están aprendiendo.
A veces un alma elige una vida que supone un reto especialmente difícil para acelerar su progreso espiritual,
o como acto de amor para ayudar, guiar y alimentar a otros, que están pasando también por una vida
igualmente difícil. Una vida dura no es un castigo, sino más bien una oportunidad.
Cambiamos de raza, de religión, de sexo y de ventajas económicas porque tenemos que aprender de todas
partes. Lo experimentamos todo. El karma es la justicia definitiva. En nuestro aprendizaje no se pasa nada por
alto ni se olvida nada.
Sin embargo, la gracia divina puede sustituir al karma.
La gracia es la intervención divina, una mano cariñosa que desciende de los cielos para ayudamos, para
aligerar nuestra carga y nuestro sufrimiento. Una vez hemos aprendido la lección, no hay necesidad de seguir
sufriendo, aunque la deuda kármica no se haya pagado en su totalidad.
Estamos aquí para aprender, no para sufrir.
Elisabeth Kübler-Ross, la psiquiatra y escritora de renombre internacional cuyas innovadoras investigaciones
sobre la muerte y las experiencias cercanas a la muerte han cambiado nuestra relación con el fin de la vida,
me contó la siguiente historia.
Elisabeth tiene dos hermanas trillizas, y al nacer pesó muy poco. El médico le dijo a su madre que dos de las
niñas, como mínimo, no sobrevivirían. Pero se trataba de una mujer de una fuerza y un valor excepcionales,
una mujer que lo daba todo y no aceptaba nada a cambio, una mujer orgullosa y muy independiente. Se juró
que sus tres hijas sobrevivirían. Se desvivió por ellas durante casi un año y las tuvo siempre con ella en la
cama para que aprovecharan el calor de su cuerpo, como una incubadora de nuestros días. Las tres niñas
sobrevivieron y crecieron sanas.
Cuando ya estaba enseñando en la Universidad de Chicago, en el Departamento de Psiquiatría, Elisabeth
visitó a su madre en Suiza, donde vivía en la casa familiar.
La mujer le hizo una petición poco habitual.
-Elisabeth, si acabo siendo un vegetal, quiero que me des algo para no tener que vivir así
-le dijo.
-No puedo hacerlo -replicó su hija inmediatamente.
-Sí que puedes
-insistió su madre-. Tú eres médica. Tú puedes darme algo.
-¡No, no puedo! Además, alguien como tú, que siempre ha estado sana, que va de excursión y sube
montañas, seguro que llega a los noventa y tiene un final así de rápido -añadió Elisabeth chasqueando los
dedos.
Se negó a seguir hablando de una posible eutanasia y regresó a Chicago.
Aproximadamente un mes después de aquella visita, la madre de Elisabeth sufrió una grave apoplejía que le
paralizó la mayor parte del cuerpo. Aunque su mente quedó relativamente intacta, aquella mujer orgullosa e
independiente tuvo que depender de los demás para sus necesidades más básicas.
-Aprendí a escuchar las premoniciones de los demás
-me contó Elisabeth.
Su madre murió cuatro años después, sin haber recobrado el funcionamiento de su cuerpo. Elisabeth estaba
furiosa con Dios.
Al trabajar con niños moribundos y sus extraordinarios dibujos, los horizontes espirituales de Elisabeth se
ampliaban a pesar de su rabia. También empezó a meditar.
Un día, poco después de la muerte de su madre, Elisabeth se sintió «sacudida» por una fuerte voz interior,
una especie de mensaje que le llegó mientras meditaba.
-¿Por qué estás tan enfadada conmigo?
-le preguntó la voz.
Elisabeth replicó mentalmente:
-Por lo mucho que hiciste sufrir a mi madre. Era una persona extraordinaria, cariñosa, que nunca aceptó
nada para ella y que se lo daba todo a los demás. ¡La hiciste sufrir durante cuatro años y luego se murió!
-Eso fue un regalo para tu madre
-respondió la voz con delicadeza-, un regalo de gracia divina.
El amor tiene
que estar equilibrado. Si nadie recibiera amor, ¿quién podría dado? Tu madre lo aprendió en sólo cuatro años,
en lugar de volver para vivir una o varias vidas gravemente retrasada o con una discapacidad física en las que
habría estado obligada a aceptar el amor de los demás. Ya lo ha aprendido, y ahora puede seguir avanzando.
Al oír eso y comprender el mensaje, Elisabeth se liberó de su rabia. La comprensión puede aliviar
inmediatamente los dolores más profundos.
Una mujer y su hija adolescente participaron en una regresión en grupo en uno de mis talleres, y a ambas
las invadió la emoción. Durante una pausa después del ejercicio en grupo empezaron a contarse sus
recuerdos y reacciones. Se sobresaltaron al descubrir que habían compartido una misma vida, mucho tiempo
atrás, en una época más violenta.
-contó la madre al grupo, pues la hija seguía demasiado emocionada para hablar-, y estoy bastante segura de que hemos recordado un fragmento de una misma vida anterior durante la
meditación. Lo que me ha contado es que ha experimentado una y otra vez, o eso le parecía, que un toro la
embestía... o un hombre con cuernos de toro. Y ella veía los cuernos. La embestía una y otra vez.
La mujer pasó a hablar entonces de su propia experiencia simultánea.
-Cuando me lo ha contado he oído lo de la embestida del toro y me he desatado -relató-. Lo que yo he
recordado de mi vida anterior es que era prácticamente un vikingo. Tenía pieles y cosas y uno de esos gorros
tan pesados en la cabeza, con cuernos. Y entraba en una cueva o una cabaña y se me acercaba un niño y yo
le mataba con una espada. Y he vi sto mucho miedo y todo estaba oscuro... y mi hija ha dicho que ella también
estaba muy asustada... y que durante la meditación ha sentido dolor, justo donde estaba la herida de la
espada. Está claro... De verdad... Cuesta hablar de esto. Más de lo que creía.
Tanto la madre como la hija seguían experimentando una profunda reacción emocional ante los recuerdos
compartidos de aquella otra vida.
Yo comenté que si lo que habían recordado de forma espontánea y simultánea era una vida que habían
compartido, aunque hubieran muerto entonces ahora estaban juntas otra vez, y con buena salud. No había por
qué sentir culpa o rabia, sólo perdón y amor. Los recuerdos y las vidas que habían compartido demostraban
que no existe la muerte, sólo la vida. Les dije:
-Parte del proceso curativo es, además del recuerdo, además de la catarsis, la comprensión de la muerte. Y
cuando se tiene, y es así de intensa, empiezas a darte cuenta de que no existe otra muerte más que el
abandono del cuerpo. Es como atravesar un umbral, pero se vuelve para poder compensar las cosas, así que
no hay que sentirse culpable...
La madre me interrumpió.
-No, no me siento culpable. Una de las cosas que siempre le he dicho a mi hija es que me gustaba su
ferocidad, incluso de niña. Siempre me ha impresionado mucho. Hace un momento estábamos hablando de
eso y me dicho: « ¡La última vez eso me costó la vida!» Pero ahora nuestra relación va muy bien, mejor
incluso que antes y tengo la impresión de que todo esto es algo que tiene mucha fuerza.
LOS MENSAJES DE LOS SABIOS