sábado, 8 de agosto de 2015

El Camino de la Autodependencia. "CAPÍTULO 4. CONDICIÓN" JORGE BUCAY.




El Camino de la Autodependencia
CAPÍTULO 4. CONDICIÓN
Saludo al Buda que hay en ti. Puede que no seas consciente de ello, puede que ni siquiera lo hayas soñado —que eres perfecto—, que nadie puede ser otra cosa, que el estado de Buda es el centro exacto de tu ser, que no es algo que tiene que suceder en el futuro, que ya ha sucedido. Es la fuente de la que tú procedes; es la fuente y también la meta. Procedemos de la luz y vamos hacia ella.
Pero estás profundamente dormido, no sabes
quién eres.
No es que tengas que convertirte en alguien, única-mente tienes que reconocerlo, tienes que volver a tu propia fuente, tienes que mirar dentro de ti mismo.
Una confrontación contigo mismo te revelará tu estado de Buda.
El día que uno llega a verse a sí mismo, toda la existencia se ilumina.
Permite que tu corazón sepa que eres perfecto. Ya sé que puede parecer presuntuoso, puede parecer muy hipotético, no puedes confiar en ello totalmente. Es natural. Lo comprendo. Pero permite que se deposite en ti como una semilla. En torno a ese hecho comenzarán a suceder muchas cosas, y sólo en torno a este hecho podrás comprender estas ideas. Son ideas inmensamente poderosas, muy pequeñas, muy condensadas, como semillas. Pero en este terreno, con esta visión en la mente: que eres perfecto, que eres un
Buda floreciendo, que eres potencialmente capaz de convertirte en uno, que nada falta, que todo está listo, que sólo hay que poner las cosas en el orden correcto; que es necesario ser un poco más consciente, que lo único que se necesita es un poco más de conciencia...
El tesoro está ahí, tienes que traer una pequeña
lámpara contigo.
Una vez que la oscuridad desaparezca, dejarás de ser un mendigo, serás un Buda.
Serás un soberano, un emperador. Todo este reino es para ti y lo es por pedirlo, sólo tienes que reclamarlo.
Pero no puedes reclamarlo si crees que eres un mendigo.
No puedes reclamarlo, no puedes ni siquiera soñar
con reclamarlo, si crees que eres un mendigo. Esa idea de que eres un mendigo, de que eres ignorante, de que eres un pecador, ha sido predi-cada desde tantos púlpitos a través de los tiempos, que se ha convertido en una profunda hipnosis en ti. Esta hipnosis debe ser desbaratada.
Para romperla, comienzo con este saludo:
Saludo al Buda que hay en ti,
OSHO
El primer hito del camino de la autodependencia es el propio amor, como lo llamaba Rousseau, el amor por uno mismo. Esto es, mi capacidad de quererme, lo que a mí me gusta llamar más brutalmente el saludable egoísmo y que abarca por extensión la autoestima, la autovaloración y la conciencia del orgullo de ser quien soy.
Desde la publicación de mi libro De la autoestima al egoísmo, la gente siempre me pregunta:
Pero, ¿por qué lo llamás egoísmo... que a mí no me deja aceptarlo bien?”
Lo llamo así para no caer en la tentación de evitar esta palabra sólo porque tiene “mala prensa”. A veces digo:
Bueno, ¿cómo quieren que lo llamemos? Llamémoslo como quieran. ¿Quieren llamarlo silla? Llámenlo silla. Pero sepan internamente que estamos hablando de egoísmo”.
Lo que pasa es que hay que dejar de temerle a esa palabra.
No confundirla con actitudes miserables o crueles, codiciosas o avaras, mezquinas, ruines o canallescas.
Son otra cosa.
No hace falta ser un mal tipo para ser egoísta.


No hace falta ser una mina jodida para ser egoísta.
Se puede ser egoísta y tener muchas ganas de compartir.
Siempre digo lo mismo.
Me da tanto placer complacer a las personas que quiero, que siendo tan egoísta... no me quiero privar...
Yo no me quiero privar de complacer a los que quiero.
Pero no lo hago por ellos, lo hago por mí. Ésta es la diferencia.
La diferencia está en que desde esta posición jamás se puede pensar en función de lo que hago por el otro.
Si yo hiciera cosas por vos, no podría seguir siendo autodependiente. No dependería de mí, sino de lo que vos necesitás de mí.
Y entonces... quizás... poco a poco me vaya volviendo dependiente.
Y si me encuentro siendo dependiente, bueno sería que revise esto.
Si soy dependiente, entonces hay permisos que no me puedo conceder.
Y si hago esto debe ser porque no me creo valioso o no me quiero lo suficiente.
Jamás hago cosas por los demás.
Uno piensa que este discurso suena muy egoísta. Y yo creo que es cierto que suena egoísta... porque es un discurso egoísta.
Lo que pasa es que éste no es el egoísmo
mezquino y codicioso que estamos acostumbrados a pensar... Es el egoísmo de aquellos que se quieren suficientemente como para saber que son valiosos... y que tienen cosas para dar.
A veces, cuando yo digo esto, hay gente que cree que hablo en contra de la idea de solidaridad, en contra de la ayuda solidaria.
¡Porque vos hablás de autodependencia, hablás de saberse a uno mismo, hablás de la libertad... y entonces cada uno puede hacer lo que quiera y si cada uno hace lo que se le da la gana... entonces va a terminar... matando al vecino...!”
Y yo digo: la presunción de dónde termina el planteo de las libertades individuales depende del lugar ideológicamente filosófico del cual uno parta. Hay dos posturas filosóficas que son bien opuestas. Una, que cree que el ser humano es malo, cruel, dañino, perverso, y que lo único que espera es una oportunidad para poder complicar al prójimo y sacarle lo que tiene. Y otra que dice que el ser huma-no es bueno, noble, solidario, amoroso y creativo, y que, por ende, si lo dejamos en libertad de ser quien es descubrirá lo que hay que descubrir, y finalmente se volverá el más generoso y leal de los animales de la creación.
Porque en libertad puede elegir ser solidario
aunque sepa que, en realidad, no lo hace por el otro sino por él mismo.
Y éste es el egoísmo bien entendido, como yo lo diseño.
Quiero definir el egoísmo como esta poco simpática postura de preferirme a mí mismo antes que a ninguna otra persona.
La idea de que si yo soy egoísta no voy a pensar en nadie más que en mí es la idea de creer que tengo un espacio limitado para querer, una capacidad limitada para amar a alguien, y que entonces, si lo lleno de mí, no me queda espacio para los demás. Esta idea no sólo es absurda, sino que además es absolutamente engañosa. No hay una limitación en mi capacidad de amar, no tengo límites para el amor, y por lo tanto tengo capacidad para quererme muchísimo a mí y muchísimo a los demás. Y de hecho, desde el punto de vista psicológico, es imposible que yo pueda querer a alguien sin quererme a mí.
El que dice que quiere mucho a los demás y poco
a sí mismo miente en alguno de los dos casos. O no es cierto que quiere mucho a los demás, o no es cierto que se quiere poco a sí mismo.
El amor por los otros se genera y se nutre, empieza por el amor hacia uno mismo. Y tiene que ver con la posibilidad de verme en el otro.
Aquella idea tan ligada a las dos religiones madre de nuestra cultura, la judía y la cristiana, “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, es un punto de mira, un
objetivo de máxima.
No es amarás “más” que a ti mismo.
Es amarás “como” a ti mismo.
Esto es lo máximo que uno puede pretender.
Hay un cuento que trata de una muchacha llamada Ernestina.
Ernestina vivía en una granja en el campo.
Un día, su padre le pide que lleve un barril lleno de maíz hasta el granero de una vecina. Ernestina agarra un barril de madera, lo llena de granos hasta el borde, le clava la tapa y se lo ata colgando de los hombros como si fuese una mochila. Una vez afirmadas las correas, Ernestina parte hacia la granja vecina.
En el camino se cruza con varios granjeros.
Algunos notan que hay un agujero en su barril y que una hilera de granos cae del tonel sin que Ernestina lo note. Un amigo de su padre comienza a hacerle señas para explicarle el problema, pero ella entiende que es un saludo, así que le sonríe y agita su mano en señal de amistad. De inmediato, los otros granjeros le gritan a coro:
¡Estás perdiendo el maíz!
Ernestina se da vuelta para ver el camino, pero como los pájaros han estado levantando cada grano perdido casi antes de que tocara el piso, al no ver nada, la niña cree que los vecinos bromean y sigue su camino.
Más adelante, otra vez un granjero le dice:
¡Ernestina, Ernestina! ¡Estás perdiendo el maíz, los pájaros se lo están comiendo!...
Ernestina se da vuelta y ve los pájaros que revolotean sobre el camino, pero ni un grano de maíz.
Entonces continúa su trayecto con el maíz perdiéndose por el agujero del barril.
Cuando Ernestina llega a su destino y abre el barril, ve que aún está lleno de granos de maíz hasta el mismo borde.
Uno puede pensar que es sólo una parábola para estimular a los mezquinos a dar, para conjurar su temor al vacío, y que el cuento es sólo una alegoría. Y sin embargo, respecto del amor, nunca me vacío cuando amo.
Es mentira que por dar demasiado me pueda quedar sin nada.
Es mentira que tenga que tener sobrantes de amor para poder amar.
Ernestina es cada uno de nosotros.
Y este maíz es lo que cada uno de nosotros puede amar.
La inagotable provisión de amor.
Esto es:
No nos vamos a quedar sin maíz para los pájaros si queremos llegar con maíz al granero.
Ni nos vamos a quedar sin maíz para nosotros si les damos a los pájaros.
No nos vamos a quedar sin posibilidad de amar a los otros si nos amamos a nosotros mismos.
En verdad, nosotros tenemos para dar
inagotablemente, y nuestro barril está siempre lleno, porque así funciona nuestro corazón, así funciona nuestro espíritu, así funciona la esencia de cada uno de nosotros.
Sea como fuere, saberme, liberarme y quererme, ¿no me deja al margen de la solidaridad?
Para mí, hay por lo menos dos tipos de solidaridad.
Hay una solidaridad que yo llamo de ida y otra que llamo de vuelta. Porque estoy seguro de que hay dos maneras de querer ayudar al prójimo. En la solidaridad de ida, lo que sucede es que veo al otro que no tiene, veo al otro que sufre, veo al otro que se lamenta, y entonces me pasa algo. Por ejemplo, me pasa que me doy cuenta que yo podría estar en su lugar y me identifico con él, y siento el miedo de que me pase lo que a él le está pasando. Entonces lo ayudo. Me vuelvo solidario porque me da miedo que me pase a mí lo que le pasa a él.
Esta ayuda está generada por el miedo que proviene de la identificación y actúa como una protección mágica que me corresponde por haber sido solidario. Es la solidaridad del conjuro. Una ayuda “desinteresada” que, en realidad, hago por mí. No por el otro.
Pariente cercana de esta solidaridad es la solidaridad culposa, aquella que se genera de la nefasta matriz de algunas ideas caritativas... Cuando veo al que sufre y padece, un horrible pensamiento se cruza por mi cabeza sin que pueda evitarlo: “Qué suerte que sos vos y no yo”.
Y decido ayudar porque no soporto la autoacusación que deviene de este pensamiento. Otra razón de ida es que yo crea en una suerte de ley de compensaciones. Se anda diciendo por ahí que, si te doy, en realidad me vuelve EL DOBLE...
Hay gente que sostiene con desparpajo que da

porque así va a recibir. Es la solidaridad de inversión. Esto no quiere decir que no suceda, pero en todo caso es una razón de ida.
Existe también una solidaridad obediente, que parte de lo que mi mamá me enseñó: que tenía que compartir, que no tenía que ser egoísta y tenía que dar... Estoy satisfaciendo a mi mamá, o al cura de mi parroquia, o a la persona que me educó. Estoy haciéndole caso, no sé si me lo creo, pero así me enseñaron y así repito. Nunca me puse a pensar si esto es lo que quiero hacer. Sólo sé que hay que hacerlo, y entonces lo hago. Esta es la solidaridad más ideológica, más ética y más moralista, pero de todas maneras es de ida.
Por último, existe una solidaridad que yo llamo la solidaridad de “hoy por ti mañana por mí”; la que piensa en la protección del futuro. Desde el imaginario futuro negro aseguro que si me toca, algún otro será soli-dario conmigo, cuando yo esté en el lugar del que padece.
Cualquiera sea el caso, de conjuro, culposa, de inversión, de obediencia o de “hoy por ti, mañana por mí”, toda esta solidaridad es de ida y, por supuesto, no tiene nada de altruista.
Pero hay un momento, un momento en el cual yo descubro el cuento de Ernestina.
¿Y qué descubro en el cuento de Ernestina?
Descubro que no hay peligro de quedarme en ese lugar, porque si doy no me quedo vacío, que yo no soy como aquellos que reciben lo que doy y que nunca lo seré, que no me siento culpable de tener lo que tengo y que no necesito más de lo que tengo, y por último, que lo que los otros dicen que debería hacer me tiene sin cuidado.
Y ahora yo sé que puedo elegir dar o no dar. Entonces, conquisto el espacio donde todo esto no es más... importante.
Conquisto lo que yo llamo la autodependencia.
Y ahí descubro que mi valor no depende de la mirada del afuera.
Y me encuentro con los otros, no para mendigarles su aprobación, sino para recorrer juntos algún trecho del camino.
Y descubro el amor y, con él, el placer de compartir.
Acá es donde aparece la segunda posibilidad de
ser solidario.
Acá me encuentro con alguien que sufre y descubro el placer de dar.
Y doy por el placer que me da a mí dar.
Esa es la solidaridad del camino de vuelta.
Un Rey fue hasta su jardín y descubrió que sus árboles, arbustos y flores se estaban muriendo.
El Roble le dijo que se moría porque no podía ser tan alto como el Pino.
Volviéndose al Pino, lo halló caído porque no podía dar uvas como la Vid. Y la Vid se moría porque no podía florecer como la Rosa.
La Rosa lloraba por no ser fuerte y sólida como el Roble.
Entonces encontró una planta, una Fresia, floreciendo y más fresca que nunca.
El rey preguntó:
¿Cómo es que creces tan saludable en medio de este jardín mustio y umbrío?
La flor contestó:
No lo sé. Quizás sea porque siempre supuse que
cuando me plantaste, querías fresias. Si hubieras querido un Roble o una Rosa, los habrías plantado. En aquel momento me dije: Intentaré ser Fresia de la mejor manera que pueda.
Ahora es tu turno. Estás aquí para contribuir con tu fragancia.
Simplemente mirate a vos mismo.
No hay posibilidad de que seas otra persona.
Podés disfrutarlo y florecer regado con tu amor por vos, o podés marchitarte en tu propia condena.
Jorge Bucay
El Camino de la Autodependencia


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